diumenge, 14 de març del 2010

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Sin duda, afirmo y reafirmo, y confirmo si hace falta, que vivir el terremoto en Chile está conllevando un montón de experiencias fuertes, extrañas, diferentes, alucinantes, horrorosas, impactantes, duras, de impotencia, de miedo, de incerteza, de sueño. Chile ahora no es, para nada, el Chile de enero, ni el de diciembre, ni el de octubre y menos el de julio.
Chile ha cambiado para el mundo, para Chile mismo, para los chilenos, y para mí. Vivo en un Chile distinto, porque soy distinta a la Cora de febrero, de noviembre, de septiembre o de agosto.
Me siento egoísta porque los humanos lo somos. Miramos la catástrofe desde la ventana, o desde el sofá cómodo y el televisor enorme. No sentimos el desastre, porque no lo tocamos, ni lo procuramos imaginar, porque la desgracia así no entra en nuestras deducciones de lo que podría ser. Con esto no quiero ser exageradamente crítica, aunque estas palabras lo parezcan. Pero, por primera vez en mi vida, siento que tengo mis pies y mi vida (¡efímera!) en la catástrofe, aunque la viva relativamente desde lejos. Por eso me siento impotente y egoísta, porque quiero contribuir con mi granito de arena a que esta realidad cambie, aunque sea lentamente. Así, teniendo en cuenta que de momento es muy difícil mejorar el caos-realidad que se vive a unas horas de mi casa, estoy contenta de haber podido comunicar. Por fin, creo que he podido hacer algo para algo, aunque, esta vez, fuese transmitir el desastre.

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